El mar es un dios inclemente, decide sobre la vida de los que lo cruzan sin contemplaciones: naufragios, tormentas, arrecifes inesperados. El mar, a veces, también se encariña con sus hijos dilectos, con aquellos que han sorteado los obstáculos; entonces, decide, benevolente, darles una compañía, alguien a quien anhelar.
Gérard Deprieux, el Demonio de los Mares, es un corsario implacable. Persigue a los esclavistas que surcan las aguas de los océanos, que roban la vida de los africanos para reducirlos a la miseria y a los castigos de los crueles patrones. No existe un contrincante que haya salido airoso de una contienda con él: todos le temen, todos lo consultan; el mismo mar lo respeta.
En las costas de Madagascar, después de una cruel refriega, entre los esclavos a liberar, Gérard encuentra a una muchacha dormida, con un extraño mal, incapaz de despertarse. Decide ayudarla, decide hacerla ver por los mejores médicos. Eso le promete al rey de los malgaches y pacta con él el destino de la joven. Claro que, cuando Nandi, la muchacha, finalmente se despierta, no acepta con facilidad lo que otros han decidido por ella: indócil, rebelde, incapaz de estarse quieta, revoluciona la embarcación no solo con una cautivante belleza, sino con sus ideas sobre la navegación, el combate con otros buques y una pelea eterna con el Demonio de los Mares, capitán del barco.
Entre abordajes y luchas, en una larga travesía por el océano Atlántico, pero también en la calma estepa patagónica, donde recalan, Nandi vivirá las desventuras del destierro, del enfrentarse a sus miedos, del inventarse como persona. Y, también, las desventuras del amor que se tienen con Gérard; uno que les regaló el mar y que deberán ganarse.
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