La poesía de Osvaldo Aguirre es una geografía de sílabas que se extienden en una composición constante, en la que la regularidad está ahí como puesta en juego. Si uno se fija bien en las partes que integran los poemas, podrá seguir un mapa de exactas y a la vez pálidas orientaciones, dadas por las sintonías atravesadas entre las palabras y por los cortes de los versos que van narrando un subcanto. Esta medida visual y musical integrada, persistente, a veces pide que saltemos un vacío de tiempo y nos ubica en un lugar que conduce a la pregunta: ¿en qué momento narra el que escribe, dónde está ubicado el que mira en este curso interior de la narración siendo que ambos espacios se parecen, son los mismos u otro? La respuesta sea tal vez simple, aunque la propuesta, que escatima referencias del narrador, nos ha obligado, poniéndonos en su ritmo. Una es: en ninguna parte y en un presente urdido con secreto; el narrador se va desplazando elípticamente y manteniéndose simétrico respecto del tema, lo que narra; y lo que narra, además, es un conjunto de voces y relatos comunales, inquietantes, viborosos, que hacen un juego de elementos como un pack de cubiertos o en sí mismos trozos de un paisaje; y así también esas sucesiones y alternancias musicales-visuales remiten a una oración para lo perdido. Estos poemas, que desarrollan una ocasión precisa, por su intensidad distraen un poco, cuanto más se extienden, su motivo y su realidad, aunque preservándolas siempre. Un recorte de las causas y las referencias le da mayor fuerza a la experiencia de los protagonistas del poema; a la voz que narra y a los que yacen dentro, que van como respirándose en la medida en que pronuncian sus pasos. Es una técnica monocorde, acumulativa, que termina por poner las cosas en un universo de propia gravedad. Hay algo, en la figuración narrativa, de retomar el hilo, fortuito, emocional, de seres o de cosas, para remontarse a una tensión que es principio y fin del poema. Voces e historias bajo una misma entonación le van dando vivacidad a los matices. Ese ordenamiento hace un color rural y familiar reconvertido en resto; allí el tiempo aniquilador cumple su función en la memoria, y el tiempo cíclico de la tierra cuenta su potencia misteriosa. Trazos de usos y costumbres, segmentos de episodios, locaciones salteadas del campo santafesino; y por eso también podemos decir del campo argentino o solo del campo, sus gentes y sus pueblos. Para animales y seres humanos, abundantes son las posesiones de la vida y también cruel su intemperie cuando llegan los golpes de la muerte. No obstante, el narrador expresa templanza. Casi un sepia del relato. La humanidad pasa las escenas habiéndolas contemplado vacías o bien llenas de pasado. En general, la escritura de Osvaldo Aguirre se muestra conteniendo lo natural del lenguaje cuando visita un tiempo de conversaciones, difiriéndose así en gusto, resultando en una especie de segunda impresión. El gusto por el episodio hundido como amable pincel requerirá tal vez una razón conservadora (que hace relucir un rasgo familiar persistente: “soy su heredero y tengo / una forma parecida de mirar / el mundo y el mismo orgullo / de una memoria intacta”) en la que se continúa la posible contradicción entre lo tradicional y lo moderno. De ahí que no busca, no le hace falta, la operación literaria, el ornamento, el suspiro o el manifiesto por la resurrección del pasado. Más bien compone una escritura de las voces que vienen por el corredor del tiempo; las habita, las hace.
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