Con calma se deslizaba el Kalika por el mar de aguas oscuras; sólo el silbido de las olas rompiendo en la proa delataba la velocidad con que los llevaba a su destino. Los quinqués de cristal daban una luz tenue rodeada de negra noche sembrada de innumerables estrellas, muy nítidas y que parecían estar al alcance de la mano.
Helena bebía a sorbos de su taza. Intensificaba el sabor del té de frutas dulces, maduras, una rodaja de naranja en el fondo de la finísima porcelana. Aunque a aquella luz crepuscular todos los colores habían palidecido, convertidos en grises, plateados y dorados, sabía que el té tenía a plena luz del día un color cobrizo contra la pared interior de la taza, muy distinto del brebaje marrón apagado que había bebido
siempre en Worlds End.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nos gustaría mucho saber que opinas de este libro. Gracias